Me llamo Maria Concepción Belsanto. Nací en Madrid en 1806. Nunca lo tuve fàcil. De niña sufrí debido a la guerra todo tipo de privaciones, hambre y miserias. Pero nunca me rendí, tenia fe y fuerza. Mi padre murió en la guerra contra Francia, asi que desde niña tuve que ayudar a mi madre y sobrevivir como buenamente pudimos. Un hermano murió pronto; otra hermana al tener a su hijo, que a su vez enfermó y murió sin poder hacer mucho por él. Escuchaba desde el púlpito que debía tener hijos sin pecado, cumplir con una buena moral y respetar los principios cristianos. Pero luego veía cómo aquellos hombres eran depravados e inmorales, preocupados por sus riquezas y sus tierras. A nosotros nada nos dejaban más que la oración y el silencio. Conocí a mi marido en 1827 y me casé pronto. Era un hombre valiente, con ideales y libre. Quiso eso mismo para mi. Era pobre como una rata, no tenia nada más que su entereza. Había peleado y perdido, decía que Rafael de Riego era un gran hombre. Lo vio morir en la Plaza de la Cebada, decía. No se si aquello era cierto, pero a buen seguro que el que murió fue nuestro primogénito. Nació muerto. Nuestro segundo hijo nació en 1829 y vivió más tiempo. Pudo ver marchar a su padre, de nuevo a la guerra, esta vez contra los carlistas. Ni mi hijo ni yo misma le vimos volver. A esa guerra iban muchos pobres, los mismos pobres que siempre habían agachado la cabeza ante las lecciones de una Iglesia corrompida... la misma Iglesia que defendia a los carlistas. ¡No dejaba de morir gente! No sé mucho de casi nada, pero si sé reconocer lo que mis ojos ven; y es que los que sirven en esa Iglesia son malos, mentirosos e indignos de la buena religión. Eso lo sé. Y mientras morían los nuestros en el norte, llegó como una luctuosa sombra la enfermedad. Vino desde Galicia hasta Madrid, asolando a su paso. Empezó a morir gente, especialmente los pobres. Otra condena. Nadie parecía sospechar el origen y se culpaba a todos: a los farmacéuticos, a los médicos, a los aguadores. Y a los frailes. ¿Quiénes si no? Matando pobres nos dejaban sin soldados. Pero también morían niños, oh sí. Mi hijo. Tenia 5 años, era 1834. Escuché por la calle a alguien gritar: “¡mueran los frailes, nos van a envenenar a todos! La gran mortandad de ayer no procede del cólera sinó de un tóxico activo que han echado en las fuentes: hay sujetos pagados por los frailes para mezclar el ingrediente fatal en las cubas de los aguadores. Acaba de prender la policia a un muchacho y dos hombres con paquetes de polvos envenenados en la Fuente de la Puerta Cerrada. Los frailes proyectan esta horrible trama para que volando a las provincias la noticia de una gran mortandad, los aterrados procuradores no acudan a la capital y de este modo se impida la apertura del Congreso Nacional”. Yo de política no entiendo, pero sí de muerte. Cerré los puños, me dije que basta ya de sufrir en silencio, basta ya del yugo. Venganza. Durante aquella noche me uní al gentío e incumplí el Quinto Mandamiento. ¿Quién puede saber si realmente fueron los frailes los culpables? ¿Y qué más da? Nadie nos iba a devolver a los muertos. Y así, decidí que el resto de mi vida me liberaría del peso de la culpa, que en las mujeres es más grande que en los hombres. Viviría según mis valores buscando una felicidad en esta vida, en esta tierra, aunque estuviese prohibida.